Discursos dados por Sai Baba – 34. 26/09/79 El sentido de los valores

Discursos dados por Sai Baba

{SB 14} (47 de 60 discursos 1978 a 80)

34. 26/09/79 El sentido de los valores

( Impreso en castellano en Mensajes de Sathya Sai, Tomo 11 cap. 2 )

El sentido de los valores

26 de Setiembre de 1979

DISCERNIMIENTO Y desapego son los dos primeros pasos que el hombre tiene que dar para alcanzar la verdad del Alma eterna. La mente puede ser calmada sólo por el dominio de los deseos, la cualidad de firme desapego. Cuando la mente está quieta, la paz reina y la bienaventuranza prevalece. El desapego el desistimiento de la tendencia a perseguir cualquier cosa que atrae a la mente con frecuencia es mal interpretado como ascetismo, por el cual ha de renunciarse a la vida social y familiar y escaparse a la soledad del bosque. Pero entraña, más que cualquier otra cosa, percatarse de la imperfección básica de toda cosa material. Sin esta indagación y este descubrimiento, todas las afirmaciones de desapego y renunciación son un engaño. Nadie logra verdadero desapego si faltan indagación y descubrimiento. El sentimiento de aversión que resulta del reconocimiento de la temporalidad y trivialidad del placer es llamado más adecuadamente «desapego práctico».

No basta el desistimiento de la lucha exterior, no es siquiera un gran logro. La lucha verdadera es interior: el retiro de los sentidos hacia la mente, haciéndolos inefectivos por medio del ejercicio del intelecto o el discernimiento. Investiguen cada objeto material que seduce los sentidos con su belleza, fragancia, dulzura y suavidad. Dense cuenta de que éstas sólo son momentáneas, dependiendo de la condición mental, salud física y equilibrio emocional de ustedes. El hombre está enamorado de los fenómenos fugaces; los acepta como válidos y valiosos. Se encuentra enredado en estas irrealidades y se desvía mucho de la senda de la liberación. Realmente ésta no es la meta del hombre.

Cuando somos atraídos por alguna fuente de placer, tenemos que examinarla cuidadosamente y analizar el gozo que promete darnos. Imaginen que han deseado mucho comer cierto manjar exquisito. Mandan cocinarlo y servirlo en su mesa. Ustedes han estado anticipando todo ese tiempo el deleite que les producirá, pero cuando van a poner el bocado en la lengua el cocinero corre y les informa que ha caído una lagartija en la olla en que fue guisado, y así su plato favorito está echado a perder y envenenado. Esto provoca asco y su apego desaparece.

Así también, cuando examinen la cualidad del placer que esperan recibir o la fama que se afanan por ganar, indudablemente se reprocharán ser tan exigentes respecto de ello. Se podrían preguntar: construimos una casa para vivir en ella, ¿no es eso fuente de alegría? Escuchamos música: ¿no es también fuente de alegría? ¿No llena de ternura el corazón? De la misma manera, ¿no son reales estos placeres mundanos? Consideren por un momento si aun la buena música les dará igual alegría cuando la escuchan sin parar durante horas. Hasta músicos celestiales como Narada y Tumburu cansarán a un oyente si cantan demasiado tiempo. La dulzura también nos repugnará después de muchas cucharadas. Alcanzado el límite, cada sorbo adicional es menos agradable, hasta que la repugnancia sobreviene.

El filósofo poeta clásico Bhartrari pregunta: «¿Cómo es posible que la medicina, a la cual se recurre para curar una enfermedad, se considere un artículo de lujo, un placer deseable?» El hambre es una enfermedad. El alimento es la medicina que la cura. Esto es evidente, ¡pero nadie lo reconoce y actúa en consecuencia! ¡Han hecho de eso un ritual costoso, un fútil festín, un productivo campo de nuevas enfermedades! En efecto, la gente obedece a los caprichos y fantasías del paladar y se comporta como esclava de los sentidos. Un rey había estado cazando en la espesura del bosque desde la aurora hasta el atardecer, y le sobrevino una intensa sed. Al fin, encontró una ermita y allí buscó refugio. Los moradores le dieron de beber agua fresca y clara. Era la medicina que más necesitaba. Lo refrescó y lo hizo sentir bien. Si la bebida los intoxica, les roba la razón, degrada su personalidad y les causa muchas otras enfermedades. El discernimiento revelará los peligros que acechan a quienes se vuelven esclavos de sus sentidos.

El instrumento especial con que Dios ha dotado al hombre, buddhi o el intelecto, debe ser usado por él para convertirse en amo de esos sentidos que lo arrastran hacia abajo. El intelecto debe ser usado para juzgar y decidir los medios para la elevación de lo humano a lo divino. Tiene que ayudar al hombre a realizar a Dios y a lograr nada menos que la excelencia. Sin embargo, ahora se le está empleando erróneamente para encontrar defectos en otros y disminuir sus virtudes. ¡Es como usar un espejo, no para mejorar la apariencia propia sino para ridiculizar la de otros!

El antahkarana (el cuerpo sutil interno) posee cuatro instrumentos que inspiran al hombre. De éstos, el intelecto es de dos aspectos: toma luz del Alma, a la cual está muy próximo, e ilumina con esa luz la mente y los sentidos. Regula pasiones y emociones, impulsos y reacciones instintivas. Algunas mentes perversas buscan la confrontación preguntando: «¿No es nuestro deber garantizar la seguridad y felicidad de nuestras esposas e hijos? ¿Por qué, entonces, se afirma que esto no es deseable?» Sí; pero recuerden que el principal objetivo de la educación es el de concentrarse en su verdad átmica. No se desvíen de este deber fundamental. Otras actividades deben suavizar y dirigir este sendero, deben ser disciplinas que contribuyan a este propósito básico del hombre.

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